PARA LA SOBERBIA DE BERGOGLIO, HAY QUE DARLE DE BEBER LOS BREBAJES DE CHAMBERLAIN
ArgAtea: Quién puede asegurar que a los de ciertas religiones, les interese realmente el hombre?
Tal parece los sistemas que no son, por y para el hombre, a la vida del hombre la consideran imprescindible y no tiene ningún significado, entonces la soberbia e hipocresía será tal que siempre recurriran al engaño y no dudarán en prometer una ilusión, imposible de demostrar.
El ejemplo en nuestro país es sobre la legislación del aborto, las creencia y el engaño de una vida después de la muerte, hace que no les importe a los del clero, el dolor que pueda sufrir un humano.
"Es notable ver a quienes durante siglos han exhortado a los hombres a aminorar en sí el sentimiento de las diferencias,[...] dedicarse a dejar de marcar las diferencias que enfrentan."
Los brebajes de Chamberlain
Ago-24-06 - por Rodolfo Pandolfi
Pocas personas, sobre todo cuando son jóvenes, creen que van a morir. Al mismo tiempo, la gran mayoría de la gente –una encuesta habla más del 80% de quienes tienen menos de 50 años -no creen que la vida tenga sentido, que sea algo más que una pasión inútil, como decían los viejos existencialistas.
No es una casualidad que el más talentoso de los filósofos nazis, Martín Heidegger afirmara que "el hombre es un ser para la muerte".
Si el hombre es un ser para la muerte y la vida no tiene sentido, poco interesa que se asesinen judíos, que se linchen negros, que reaparezca la esclavitud con una ferocidad asombrosa.
El Islam fundamentalista no tiene ningún ideal posterior a la Edad Media. No cree en la felicidad humana, ni en el diálogo, ni en el liberalismo, ni en los derechos humanos, ni en el socialismo. Piensa que la vida, esa pasión inútil, se justifica a través de la muerte y en primer lugar de la propia muerte. Es una idea tremenda de autoculpabilidad, como si morir asegurase las delicias del cielo. Parece imposible luchar contra alguien que quiere ser destruido, ganarle a quien busca perder, ser convincente, racional, apaciguador, con los fanáticos.
Si llega la tercera guerra mundial, una posibilidad fuerte pero que nadie quiere conocer, la lucha será muy despareja. Sin embargo, la victoria de la cultura occidental, judía y cristiana es una certeza. El arma secreta de los japoneses fueron los kamikases, pero perdieron. Cierto cine francés emocional buscó profundizar la sensibilidad de los países democráticos con la trágica historia de Hiroshima. Una película típica de la guerra fría y que hoy se sospecha fue, en parte al menos, financiada por la URSS.
Muy pocos conocen que la guerra atómica surgió de las entrañas mismas del nazismo, que la preparaba en sus túneles, que luego algunas de esas bombas pasaron a Japón y que según documenta Paul Johnson, el gran historiador católico de Gran Bretaña, hubo seis ataques atómicos a Estados Unidos, que fracasaron por la situación estratégica general, la enorme distancia que obligaba a extender el recorrido con globos, el atraso tecnológico.
Pero el fracaso no es una virtud y las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki pueden haber ahorrado más de dos millones de muertos japoneses.
El Japón fanático y fundamentalista se rindió, aunque en sus libros de texto se sigue enseñando el rencor. También se desmoronaron otros fundamentalismos, porque la muerte pone todas sus esperanzas en la muerte y no en la producción cultural, la persuasión racional, la comunicación, la protección de los habitantes.
Georges Bush es una figura muy discutible. Llegó por primera vez al poder en comicios sospechados, pero fue reelecto por abrumadora mayoría pese a tener más del 90% de los medios en contra. En Estados Unidos existen voraces monopolios, ricos aberrantes -aunque no en la misma medida que en China Comunista donde deben estar con frac quienes ingresan a las grandes bolsas de Pekín y de Shangai-, hubo muchos negros aplastados contra quienes siguen pesando prejuicios, pero es quizás el país menos racista del mundo, menos discriminador y una mujer negra y pobre, nacida en Bronx, desorienta con sus conocimientos y su percepción de la realidad, abonada con cinco títulos universitarios. Sucede a un general negro y rico, también de fastuosa cultura, que antes comandó a los ejércitos de los Estados Unidos, nada menos.
Si el odio a USA justifica todo, inclusive la alianza con el nazismo, ahora a los crimines cometidos por los fanáticos fascistas del Islam, el progresismo tendrá que buscar la forma de compatibilizar su opción con la idea, que aún no han abandonado, sobre la perversidad de Adolf Hitler. Ya hay un periódico argentino –un site, en realidad- perteneciente a un grupo terrorista que predica la paz y la alianza con todos los enemigos de Estados Unidos, sean de extrema derecha o de extrema izquierda, para reunir fuerzas.
Hebe Bonafini, compañera y amiga del Presidente de la Nación, es un paradójico ejemplo en ese sentido: es ferviente admiradora del dictador venezolano, general Hugo Chávez y de los genocidas de Bali, de Sudán, de Argelia y de todos los países a los que ama porque odian en su misma sintonía.
¿Cómo puede ser que el anticuado progresismo al uso, tan igualitario, se enganche con los destructores de la dignidad de la mujer, con los enemigos de la cultura, con los monaguillos de una intolerancia llevada al absurdo, con los partidarios del miedo?.
No son románticos, ni bucólicos, ni naturalistas, sino personas que repiten hoy en forma explícita, el Viva la Muerte de Millán de Astray. Los Saramango, los Chomsky, han traicionado su tarea como intelectuales. Los incendiarios de bibliotecas, quienes prohíben religiones e ideologías disidentes, están vetando todas las posibilidades de amor humano y de cariño hacia los próximos, la propia familia.
Pilar Rahola dice que para los fundamentalistas islámicos los partidarios de Israel no se preocupan por los musulmanes muertos.
La CNN dedica mucho tiempo a mostrar a un chico con diversas madres, llorando en el Líbano. La escena aparece en los intervalos de la publicidad en favor de López Obrador.
Los muertos musulmanes que también deben interesar son el millón de desaparecidos por manos integristas en el Sudán, sin que se conozcan reclamos de los jueces derechos y humanos con jurisdicción planetaria. A los amigos de Israel también le preocupan los 20.000 masacrados por Afees El Asad, los 100.000 tragados por la tierra en Argelia, los muertos en Marruecos, el asesinato masivo de católicos en el Líbano, el Septiembre Negro de Jordania, la masacre de Munich, la AMIA, la celebradísima destrucción de las Torres Gemelas, la Shoá misma, el exterminio de kurdos por Hussein, que se dedicaba a cazar y matar comunistas pero ahora parece que es de izquierda.
La traición de muchos intelectuales y periodistas es inaudita. Desde ese campo no se oyen, casi, quejas por la castración de las mujeres, ni una observación por el superCromagnón de Bali, donde los chicos y las chicas bailaban en situación de pecado, según los fanáticos.
Torquemada se sonrojaría humillado ante la nueva Inquisición, pero nadie lo ha incorporado, hasta ahora, al campo progresista.
Ante los kamikaze islámicos y sus aliados es imposible una política de apaciguamiento. Atila, el rey de los hunos, dialogó y se dejó convencer por el Papa para que no destruyera a Roma pero es terrible encontrarse ante quien se niega a dialogar.
Neville Chamberlain hizo la prueba. Después de hablar con Adolfo Hitler volvió a Londres con un trozo de papel firmado, según creía, para salvar la paz por una generación. El acuerdo de Munich entregó Checoslovaquia a las fieras en la misma época en que el gobierno de Londres se rendía también ante Francisco Franco y lo reconocía como autoridad legal. Un gran conservador, Winston Churchill, rojo de indignación, clamó en la Cámara de los Comunes: Vergüenza, Vergüenza. Para no perder tiempo, José Stalín se alió entonces a Hitler y entre ambos se dividieron Polonia. El primero de octubre de 1939, el gobierno soviético cantó loas a la acción conjunta con los alemanes. Cuando comprendió que era un error, ya resultaba demasiado tarde.
Chamberlain tuvo su momento de gran popularidad, pero cuando las bombas y luego los cohetes comenzaron a demoler Londres el pueblo dejó de amarlo.
Existió una Europa cobarde, apaciguadora, luego brotó la Europa de los maquis y de los partisanos, pero la indiferencia general de estos días, cuando no la complicidad, de Occidente lleva el sello de Chamberlain.
Los crímenes fundamentalistas, como los cometidos en Sudán, en Bali, en Atocha, en Nueva York o en Londres, buscan ser explicados muchas veces a través de la diversidad cultural, lo que quiere decir al fin y al cabo que ellos pueden matar porque son incapaces de dar la batalla cultural, porque están atrasados, y merecen compasión.
Hay pueblos que tienen prohibido, desde el punto de vista ético, el genocidio, la censura de libros, la esclavitud, el aplastamiento de las mujeres, la utilización de los niños como bombas humanas, y hay países en guerra que no pueden interceptar las comunicaciones telefónicas de sus enemigos. Esa soberbia de intelectuales y juristas occidentales es del todo cobarde y consiste en absorber los brebajes de Chamberlain.
Ahora existe cierta desilusión por las debilidades de Saramango, de Gunther Grass, de Bertolt Bretch, de otros. Lastiman sus contradicciones, pero entre los intelectuales es común ser dulces humanistas cuando pueden y perros falderos cuando no pueden.
Al considerar al fanatismo islámico como un dato peculiar de la diversidad se incurre en una terrible discriminación antiarabe, se finge que los musulmanes no llegan a diferenciar el bien del mal. Esta glorificación del particularismo es asombrosa en aquellos a quienes les corresponde ser los intelectuales por excelencia: los hombres de la Iglesia. Es notable ver a quienes durante siglos han exhortado a los hombres a aminorar en sí el sentimiento de las diferencias, para aprehender la Divina Esencia que los reúne a todos, dedicarse a dejar de marcar las diferencias que enfrentan.
Considerar inimputables a unos y justiciables a otros, según su origen o cultura, es una de las formas mas pedantes del racismo, es una manera de usar el paraguas de Chamberlain.
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