La decadencia
Desde Panamá
Los dilemas de la Iglesia Católica tras la muerte de Juan Pablo II
Por: Olmedo Beluche (especial para ARGENPRESS.info)
Fecha publicación:23/02/2007
La masiva asistencia de personas, contadas por millones, a los funerales de Juan Pablo II, así como la extraordinaria cobertura de los medios de comunicación, sobre todo los televisivos, que no cesaron de transmitir durante una semana, representaron un final adecuado de su papado. Porque una de las características más notables de la administración eclesiástica de Juan Pablo II fue su ofensiva propagandística en todo el mundo para contrarrestar la pérdida de influencia de la Iglesia católica.
“El Papa viajero”, le llamaban, porque nunca antes en la historia hubo un regente del catolicismo que acudiera personalmente a tantos países, realizando actos litúrgicos masivos, que hubiera sido visto directamente por tanta gente en todos los continentes, que se hubiera reunido con tantos jefes de estado y hubiera explotado tan eficazmente los medios de comunicación de masas. Esta puesta en escena de la Iglesia calzaba bien con la personalidad de Karol Wojtyla, quien en su juventud fue actor teatral, políglota con algo de asceta y de místico, devoto mariano y admirador de San Agustín, además de primer Papa no italiano en cuatro siglos.
Crisis y continuidad en la Iglesia católica
El carácter y la actuación de Juan Pablo II no constituyeron una mera casualidad, ellos fueron la respuesta de un sector del catolicismo a la crisis y decadencia de la Iglesia en el mundo occidental, atenazada entre la expansión de otras iglesias cristianas, un laicismo generalizado y una creciente ruptura de sus propios fieles con algunos valores que postula.
Crisis que se inicia con el fin del feudalismo, hacia el siglo XV, con el surgimiento de la modernidad y el sistema capitalista; que tuvo su primer gran cisma con la Reforma protestante, encabezada por Lutero; y que se profundizó, pese a la Contrarreforma, con el éxito de las ideas de la Ilustración, expresadas en las revoluciones democrático burguesas (como la francesa de 1789) y el creciente laicismo del estado y la vida pública; con la industrialización del siglo XIX, el nacimiento de una Italia unida y la reducción del poder político del Vaticano a un mini estado en el centro de Roma; con los grandes cambios sociales, políticos y tecnológicos del siglo XX, de los que la Revolución Rusa y la expansión de las ideas socialistas y comunistas por el mundo fueron los más radicales.
Claro que la tremenda capacidad de adaptación de la Iglesia a los cambios sociales y políticos es una de las razones de su supervivencia: desde que naciera como una ideología subversiva y perseguida por el Imperio romano, porque en sus inicios fue una religión de los oprimidos (“todos somos iguales ante Dios”); saltando luego a religión oficial de ese mismo imperio; pasando por la Edad Media, en la que reinó junto a las castas feudales; hasta el presente capitalista.
Un complemento de la adaptabilidad política, para explicar la pervivencia de la Iglesia a través de los siglos, es la necesidad humana de creer, de encontrar consuelo a las presiones materiales y espirituales de un mundo cargado de opresión, injusticia, miseria, desigualdad e incertidumbres. El anhelo humano de encontrar alguna compensación, así sea espiritual, a las brutalidades de la sociedad de clases; la aspiración a la justicia, y el anhelo de poner fin al sufrimiento, así sea en “el otro mundo”, es un poderoso instrumento en manos de las religiones, en especial de la Católica.
En el fondo, las ideas cristianas representan una aspiración a la Utopía, es decir a una sociedad sin injusticias, tanto como las ideas socialistas. Este paralelismo ha sido destacado por algunos autores, como Mariátegui (El hombre y el mito, 1925), Rosa Luxemburgo (Iglesia y socialismo, 1905) y Michal Lowy (Marxismo y religión, 2004). La diferencia está en si la sociedad utópica que debemos construir pertenece al Cielo o a la Tierra. Lenin (Socialismo y religión, 1905), que se opuso a hacer del ateísmo parte del programa del Partido Bolchevique, dice: “la unidad en la real lucha revolucionaria de las clases oprimidas por un paraíso en la tierra es más importante que la unidad en la opinión proletaria sobre el paraíso en el cielo”.
La lucha de clases entra a la Iglesia
Sin embargo, para el catolicismo el paso del tiempo no ha sido en vano y es innegable la decadencia de su influencia. En el seno de la Iglesia la crisis se expresa con un creciente vaciamiento, abandonada por millones que ven como obsoletas muchas de las ideas que predica; con una “crisis de las vocaciones” sacerdotales, profesión a la que aspiran cada vez menos jóvenes; con un choque creciente entre las normas dictadas desde el Vaticano y el real comportamiento de la mayoría de los católicos practicantes, en temas como: la anticoncepción, el aborto, el divorcio, el papel de la mujer en la familia y la sociedad, la eutanasia, la clonación, etc.
La respuesta de la Iglesia a estos cambios no ha sido homogénea, y no puede serlo en una institución tan compleja que es, a la vez, un Estado presidido por un régimen monárquico, y una Iglesia compuesta por 1.000 millones de personas procedentes de todos los estratos sociales y culturas. La Iglesia católica no es, y nunca lo ha sido, homogénea. Como “estado espiritual” diversos partidos (así no se reconozcan bajo esa denominación) disputan el poder y la conducción, aunque prevalezca uno desde la silla de San Pedro. En diversos momentos de su historia, la lucha de clases que escinde la sociedad ha llegado a su seno, provocando realineamientos, conflictos y confrontaciones internas. La actualidad no escapa a esta situación.
Recordemos que, a lo largo de la Edad Media europea, cuando la Iglesia era el principal poder espiritual y político, solían confrontarse constantemente el bajo clero y las jerarquías en los conflictos sociales que surgían entre campesinos de la gleba y la nobleza, los cuales se expresaron en múltiples “herejías” condenadas y perseguidas en aquella época.
La Reforma fue una de aquellas herejías que expresó el conflicto entre el sistema feudal decadente, defendido por el alto clero, y una revolucionaria clase capitalista, al frente de los oprimidos, que pugnaba por una nueva sociedad, defendida por el bajo clero. Lutero y Tomas Münzer, en Alemania, representaron dos alas políticas, sociales y religiosas del frente confrontado con el feudalismo, como bien analiza Federico Engels en Las guerras campesinas en Alemania.
En Hispanoamérica vimos repetido este fenómeno durante la conquista, cuando curas como De Las Casas defendieron los derechos humanos de los pueblos indígenas diezmados por los españoles, mientras que jerarcas de la Iglesia dudaban si los indios tenían alma, legitimando con ello los crímenes de los conquistadores.
Las guerras de la Independencia hispanoamericana fueron apoyadas por curas progresistas, como Morelos en México, confrontados con las altas jerarquías que defendieron la monarquía hasta el último momento. Más recientemente, asistimos al sacrificio personal de sacerdotes como Camilo Torres, en Colombia, o los obispos Arnulfo Romero en El Salvador y Gerardi en Guatemala, asesinados por militares genocidas por defender los derechos de sus pueblos; mientras otros obispos ligados a las clases gobernantes bendicen a los opresores.
Concilio Vaticano II, inicio de una reforma progresiva
La Iglesia católica del siglo XX se vio forzada a considerar la necesidad de cambiar para no ver mermado su poder e influencia, tras salir muy desprestigiada de los papados de Pío XI y Pío XII, aliados de los regímenes fascistas de Mussolini y Hitler.
Esos primeros y moderados cambios, fueron iniciados por Juan XXIII y Pablo VI, fructificando en el llamado Concilio Vaticano II (1962-1965). A decir de Leonardo Boff, la renovación de la Iglesia propuesta en aquel Concilio asumió como lema: “no más el anatema sino la comprensión, no más la condena sino el diálogo”.
Este objetivo del Concilio Vaticano II se expresó en los años sesenta y setenta en un gran abanico de cambios internos: desde los formales, como dar las misas en las lenguas comunes y no en latín; una democratización interna de la institución, dando mayor peso a la colegialidad episcopal y a los consejos presbiteriales; la apertura a un diálogo ecuménico con otras iglesias; y, lo más importante, una actitud crítica frente a las miserias que producidas por el capitalismo en el mundo subdesarrollado, lo que dio pie a la doctrina de la “Opción Preferencial por los Pobres” y al nacimiento del gran movimiento latinoamericano denominado la Teología de la Liberación.
Los reaccionarios conspiran
Los cambios a los que dio origen el Concilio eran una especie de Reforma sin cisma y, como era de esperarse, fueron mal recibidos por el sector más conservador de la Iglesia en todo el mundo, muy vinculada con las élites gobernantes, en especial por la burocracia curial asentada en el Vaticano. Diversos sectores de la derecha de la Iglesia empezaron a converger en torno a un proyecto que les permitiera desplazar a los renovadores y retrotraer muchos de los pasos a la modernización adoptados en los sesenta. Para ellos, la Iglesia y su doctrina se estaban contaminando de ideas marxistas.
El cardenal norteamericano Paul Marcinkus, quien se haría célebre con la quiebra fraudulenta del Banco Ambrosiano, jugó un papel decisivo en este sentido. Marcinkus, según demostró la fiscalía italiana, en su condición de director del Banco del Vaticano, había tejido fuertes lazos con sectores empresariales y de la mafia italiana y norteamericana, como la logia masónica “P-
Estos nexos saldrían a la luz en los años 80 con una investigación judicial que puso al desnudo el financiamiento de la mafia de los más connotados políticos italianos, en especial de la Democracia Cristiana. Posteriormente Marcinkus sería condenado a prisión preventiva por su papel en los manejos ilegales del Banco Ambrosiano.
También cobró fuerza en el ala anticomunista de la Iglesia católica una secta pseudo secreta y muy poderosa de origen español: el Opus Dei (la Obra de Dios). El Opus fue creado por el sacerdote español José María Escrivá de Balaguer en 1928. Escrivá y su “obra” tuvieron un papel relevante en el apoyo del régimen semifascista del dictador Francisco Franco. Escrivá influyó sobre el dictador para el restablecimiento de la monarquía en España y la Obra asesora directamente al rey Juan Carlos I. Su objetivo proclamado es acabar con el estado laico y construir un estado confesional (“Cujus regio, ejus religio”).
Para alcanzar este objetivo, el Opus recluta adeptos entre las élites empresariales y políticas, funcionando como una especie de logia secreta que prohíbe estatutariamente a sus miembros reconocer su filiación públicamente. La Obra ha visto crecer su influencia dentro de la Iglesia, en especial bajo el papado de Juan Pablo II, en cuya elección tuvo un papel decisivo. Se estima que está compuesta en la actualidad por unas 80.000 personas.
Cónclave de 1978, renovadores vs reaccionarios
El choque entre renovadores y reaccionarios se dio en el Cónclave que siguió a la muerte de Pablo VI en 1978. Las figuras que encarnaron ambas alas políticas fueron: por los renovadores, el cardenal italiano Albino Luciani, y Karol Wojtyla por la derecha reaccionaria. Mientras que Luciani era un renovador moderado, que se proponía mantener el curso de las reformas del Concilio Vaticano II, y fue apoyado por Giovanni Bennelli, hombre de confianza de Pablo VI; Karol Wojtyla, con fuertes relaciones con el Opus Dei, estaba vinculado a los círculos de poder de Washington, que le habían apoyado durante su obispado en Cracovia, Polonia, como parte de la Guerra Fría contra la influencia soviética en dicho país.
El cardenal Wojtyla se relacionó con los altos mandos de la política norteamericana a través del cardenal Krol de Filadelfia, amigo íntimo de Zbigniew Brzezinski, ambos de origen polaco, éste último Consejero de Seguridad del presidente Jimmy Carter. Brzezinski, admirador de Henry Kissinger, postulaba la idea de debilitar a la URSS fortaleciendo la ofensiva ideológica y política en su área de influencia. En Polonia el catolicismo era clave, y un Papa polaco ayudaría grandemente a Estados Unidos en ese objetivo, como más tarde se demostró.
Pero, en un primer momento, los renovadores ganaron y fue electo Papa el cardenal Luciani, quien asumió bajo el nombre de Juan Pablo I, como homenaje a sus antecesores, Juan XXIII y Pablo VI, lo que indicaba una intención de continuidad con la política reformista que ellos impulsaron. Si bien los objetivos del papado de Juan Pablo I eran bastante moderados, y claramente no pertenecía al ala izquierda de la Iglesia, la Teología de la Liberación, aparentemente se propuso la destitución del poderoso cardenal Marcinkus de la dirección de las finanzas del Vaticano. Ya en 1972, el cardenal Luciani se había confrontado con Marcinkus por la privatización de la Banca Católica del Véneto en favor del banco Ambrosiano.
Se especula que este intento de destitución pudo ser el “error” de Juan Pablo I, ya que su gestión duró apenas 33 días, muriendo en circunstancias extrañas. Las suposiciones de un envenenamiento del Papa cobraron fuerza cuando el secretario de Estado del Vaticano, Jean Villot, se negara a realizar la autopsia de Juan Pablo I. “Debo reconocer con cierta tristeza que la versión oficial entregada por el vaticano despierta muchas dudas”, señaló el cardenal brasileño Aloisio Lorscheider en 1998, refiriéndose a estos hechos.
Muerto Juan Pablo I, el camino quedó abierto para que Karol Wojtyla, de la mano de Marcinkus, el Opus y la iglesia norteamericana, llegara al papado bajo el nombre de Juan Pablo II. El sector reaccionario a los cambios introducidos por el Concilio Vaticano II finalmente se había hecho con el poder y empezó un trabajo de zapa para debilitar y neutralizar a los reformistas.
Juan Pablo II acalla a la Teología de la Liberación
A decir del teólogo Rubén Dri (Juan Pablo II, el retroceso) el primer objetivo que se fijó Juan Pablo II fue la liquidación del diálogo y la apertura democrática dentro de la Iglesia introducidos por el Concilio. La “recuperación de la obediencia”, al Papa y a la burocracia curial, fue la insignia fundamental, debilitando la autonomía de los obispados y acallando a los sectores más renovadores.
Las primera víctima de esta política fue el ala de la Teología de la Liberación: se recortó la diócesis del cardenal brasileño Arms, que fue el primero en acoger a las Madres de Plaza de Mayo que denunciaban la desaparición de sus familiares a manos de la dictadura, a quienes la iglesia argentina, comprometida con los militares, se negaba a reconocer; se controló al obispo Méndez Arceo de Cuernavaca, comprometido con los movimientos populares, y se le forzó a una jubilación acelerada, cosa que no se hizo nunca con los obispos derechistas.
Cuando el obispo de San Salvador, Oscar A. Romero, fue al Vaticano a denunciar la persecución que sufría fue prácticamente echado por Juan Pablo II y conminado a entenderse con la dictadura salvadoreña; se cortaron los financiamientos y forzó al cierre del Instituto teológico de Estudios Superiores (ITES), de México, por estar comprometido con la Teología de la Liberación.
Otras víctimas notables de la política verticalista de Juan Pablo II fueron: el afamado teólogo brasileño Leonardo Boff, a quien el cardenal Ratzinger ordenó “votos de silencio”, frozándolo a abandonar el sacerdocio; el obispo Gustavo Gutiérrez del Perú, a quien se cataloga de “padre de la Teología de la Liberación”; el cura-poeta nicaragüense, Ernesto Cardenal, regañado personalmente por el Papa; y el erudito teólogo alemán Hans Kung, uno de los inspiradores de las reformas del Concilio Vaticano II.
Todos ellos fueron silenciados, vituperados y aislados de la Iglesia. Los más eminentes dirigentes de la Teología de la Liberación y defensores de las reformas, no supieron o no quisieron responder a la persecución montada por el propio Papa, prefiriendo temerosamente reducirse a la obediencia, conscientes de que cualquier resistencia conduciría indefectiblemente a un nuevo cisma.
Rubén Dri, cita la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, redactada por Joseph Ratzinger en 1990, para acallar a todos los disidentes dentro del clero. Allí se dice: “No se puede apelar a los derechos humanos para oponerse a las intervenciones del Magisterio”, es decir de la Jerarquía. También: “La libertad del acto de fe no justifica el disenso..., de ningún modo significa libertad en relación a la verdad”, la cual es monopolio del Papa y sus asesores, a quienes Dios ha transmitido su “infalibilidad”.
El Papa del Opus Dei
Juan Pablo II, como era de esperarse, tuvo una actitud diametralmente opuesta con la ultraderechista secta del Opus Dei. Sus más importantes miembro fueron promovidos a los puestos destacados en el Vaticano: Joaquín Navarro-Valls, portavoz oficial del Papa; Angelo Sodano, secretario de Estado; Ratzinger, un papable ahora, jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe (o Santo Oficio, antes la Inquisición); el cardenal Julián Herranz, fiscal del Vaticano; el cardenal López Trujillo, jefe del Consejo Pontificio para la interpretación de los Textos Legislativos; Dionigi Tettamanzi, otro papable, obispo de Milán, etc.
Juan Pablo II dio tal preeminencia al Opus Dei, que le concedió la categoría de “Prelatura Apostólica”, con lo cual todas sus actuaciones escapaban al control de los obispos locales, pues sus miembros sólo tendrían que rendir cuentas ante el propio Papa. Además, de manera inusual concedió la “santidad” expedita al fundador del Opus, José M. Escrivá de Balaguer, desoyendo la oposición de miles de personas que cuestionaron la trayectoria de este “asesor” del dictador Francisco Franco. Pese a las miles de solicitudes, Juan Pablo II no tuvo la misma actitud con el martirizado obispo salvadoreño, Oscar Arnulfo Romero.
En su largo papado, Wojtyla concedió cientos de beatificaciones, pero todas ellas con un claro sesgo político a la derecha, mientras los curas católicos víctimas de los militares en Latinoamérica fueron ignorados.
Juan Pablo II, el mejor aliado de Estados Unidos
La influencia del Opus fue muy clara en la política exterior que siguió el Vaticano. Existió un reconocido pacto con Washington y la CIA, hacia Europa del Este, y en especial en Polonia. En la encíclica Centesimus annus, Juan Pablo II hizo una exaltación del capitalismo y el libre mercado, declarando la guerra al comunismo. Se bendijo “el carácter natural del derecho a la propiedad privada”; se habló de la supuesta existencia de un “capitalismo bueno”; contrariando el principio cristiano de “perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores” se pasó al criterio de que “es ciertamente justo el principio de que las deudas deben ser pagadas”.
Pese a alguna que otra obligada frase en favor de los pobres y oprimidos, Juan Pablo II se pronunció claramente por el sistema capitalista: “Después del fracaso del comunismo”, se pregunta si el capitalismo es la alternativa para el “Tercer Mundo”. Y responde: “Si por capitalismo se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad en el sector de la economía, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de Economía de empresa, economía de mercado o simplemente economía libre”.
También avaló el neoliberalismo cuando más estragos causaba en el mundo: “Da la impresión de que, tanto a nivel de las naciones, como de las relaciones internacionales, el libre mercado sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades”.
¿Qué hacer frente a los males e injusticias del sistema capitalista? Al igual que la Iglesia de la Edad Media, Juan Pablo II predica la sumisión a los poderes terrenales y la espera de la redención en la “otra vida”. Porque, según él, “el hombre creado para la libertad lleva dentro de sí la herida del pecado original que lo empuja continuamente hacia el mal y hace que necesite la redención”, por lo tanto hay que apartarse de quien “cree ilusoriamente que puede construir el paraíso en este mundo”.
Por todo ello, constituye un absurdo, casi un chiste, que Fidel Castro haya dicho ante las exequias de Juan Pablo II que: “Mientras leía los documentos del Papa Juan Pablo II, descubrí una COINCIDENCIA TOTAL entre sus planteamientos teóricos y los míos”, calificándolo como un “hombre excepcional”, que “tanto se opuso a la guerra y el imperialismo”, que condenó el “capitalismo salvaje” y pregonó la “globalización de la solidaridad”.
Pese a una condena tímida y obligada de la invasión norteamericana contra Irak, Juan Pablo II mantuvo su aval sobre la política norteamericana para Oriente Medio, lo cual se ratificó con la asistencia personal de la familia Bush a sus funerales. También hizo escándalo su defensa del general Pinochet cuando estuvo detenido en Inglaterra, apelando por su liberación; su apoyo al arzobispo de Boston, condenado por la opinión pública y los tribunales por encubrir miles de casos de pederastia de curas norteamericanos contra menores de edad.
En sus últimos días, Juan Pablo II defendió a un oscuro capellán del ejército argentino, que manifestó que el ministro de salud debía ser arrojado al mar con una piedra amarrada al cuello por repartir condones a los jóvenes, en clara alusión al método usado por la dictadura argentina para exterminar a sus opositores.
Progresista en la forma, reaccionario en el dogma
Se puede apreciar que, mientras que por la forma Juan Pablo II adoptó un estilo aparentemente moderno (viajes, actos de masas, uso de los medios); por el contenido, la doctrina católica dio un retroceso a criterios ultraconservadores. Este retroceso no se limitó al plano político y social, liquidando “la opción preferencial por los pobres” que heredara de Pablo VI, sino que se concentró sobre los valores más íntimos y familiares, siendo las mujeres y los jóvenes sus principales víctimas (Encíclica Evangelium Vitae, 1995).
En el plano familiar, la doctrina ultraconservadora de Juan Pablo II está en creciente conflicto con la realidad practicada por la mayoría de los católicos. Se mantuvo en el rechazo absoluto del derecho al divorcio, pese a que ya es usual entre millones de fieles; condena de toda forma de anticoncepción, que no sea el método del ritmo, aunque la mayoría de las católicas no hagan caso. Ni hablar de la condena al aborto, ni siquiera en casos terapéuticos o por motivo de abusos sexuales.
A la juventud católica, cada vez más desinhibida frente a las costumbres sexuales, predicó la abstinencia, incluso de la masturbación. Se califica las relaciones homosexuales como anatema, ni hablar del “matrimonio gay”. Así mismo se condena el uso del condón, pese a la pandemia del SIDA que cobra millones de víctimas, sobre todo en Africa. Se rechazan por completo los estudios genéticos y la clonación, pese a que en ellos está el futuro de la medicina.
Para las mujeres: sumisión, virginidad y maternidad
La Iglesia dirigida por Juan Pablo II desarrolló una lucha titánica y fructífera en muchos lados contra las reformas en favor de la educación sexual de los adolescentes, así como un ataque despiadado contra los servicios de salud a la mujer y sus derechos sexuales y reproductivos, tanto a nivel de gobiernos como en organismos internacionales. Su combate contra el protocolo de Naciones Unidas sobre los derechos de la mujer (CEDAW) es generalizado y recibe el apoyo activo tanto de gobiernos como el de George W. Bush, como de las iglesias musulmanas, que en esto se dan la mano.
En este sentido, una de las últimas acciones de Juan Pablo II fue la ratificación de la “Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo”, redactada por Ratzinger y publicada en julio de 2004. Esta carta constituye una condena del feminismo, un cuestionamiento sobre el concepto de género y una apelación a la mujer tradicional, sumisa y sometida, encasillada entre la virginidad y la maternidad, cuyo modelo mítico es la Virgen María.
“Entre los valores fundamentales que están vinculados a la vida concreta de la mujer se halla lo que se ha dado en llamar la “capacidad de acogida del otro”. No obstante el hecho de que cierto discurso feminista reivindique las exigencias “para sí misma”, la mujer conserva la profunda intuición de que lo mejor de su vida está hecho de actividades orientadas al despertar del otro, a su crecimiento y a su protección”, se lee en la carta.
“Esta intuición está unida a su capacidad física de dar la vida. Sea o no puesta en acto, esta capacidad es una realidad que estructura profundamente la personalidad femenina. Le permite adquirir muy pronto madurez, sentido de gravedad de la vida y de las responsabilidades que esto implica. Desarrolla en ella el sentido y el respeto por lo concreto, que se opone a abstracciones a manudo letales para la existencia de los individuos y la sociedad” (!!).
La carta de Juan Pablo II y Ratzinger caricaturiza las reivindicaciones feministas, reduciéndolas a una supuesta “lucha de sexos”, “que considera a los hombres como enemigos que hay que vencer”. Hablando de “valores femeninos”, se exalta el mito de María La Virgen, y se propone a la mujer de hoy un modelo pasivo basado en: “escucha, acogida, fidelidad, alabanza y espera”. Por que esta ““pasividad” es en realidad el camino del amor, es poder real que derrota la violencia, es “pasión” que salva al mundo del pecado y de la muerte y recrea a la humanidad”.
Y, por si quedaran dudas, se recalca en la conclusión: “También la mujer, por su parte, tiene que dejarse convertir, y reconocer los valores singulares y de gran eficacia de amor por el otro del que su feminidad es portadora”.
Si bien la carta reconoce el derecho de la mujer a acceder al mundo del trabajo, en una igualdad mediatizada por el modelo antes descrito, no reconoce este derecho a lo interno de la propia Iglesia, donde siguen jugando un papel de segundonas: “En esta perspectiva también se entiende que el hecho de que la ordenación sacerdotal sea exclusivamente reservada a los hombres no impide en absoluto a las mujeres el acceso al corazón de la vida cristiana. Ellas están llamadas a ser modelos y testigos insustituibles para todos los cristianos de cómo la Esposa debe corresponder con amor al amor del Esposo”.
Los renovadores obligados a luchar o morir
En resumen, los 27 años de papado de Juan Pablo II significaron un retroceso con respecto a los intentos de modernización del Concilio Vaticano II; un control de la Iglesia por sus sectores más reaccionarios y derechistas, encarnados en el Opus Dei ; la neutralización de los sectores renovadores y los más comprometidos con los movimiento sociales, encabezados por la Teología de la Liberación; un retroceso en la democracia interna y a nivel doctrinal en todos los ámbitos; y un alineamiento permanente de la cúpula de la Iglesia con el imperialismo norteamericano y el neoliberalismo.
La pregunta del momento es si la Iglesia católica, sometida a la elección de un nuevo Papa, será capaz de retomar el camino reformista o seguirá la senda reaccionaria de Juan Pablo II. Pese a que en los pasillos del Cónclave, del que saldrá el sucesor, se habla de confrontación entre renovadores y dogmáticos, la realidad es que será muy difícil para los primeros acceder al trono de Pedro, pues el recién fallecido preparó este momento reescribiendo el Derecho Canónigo, pautando los procedimientos de la elección y elevando a cardenales a una pléyade de sus partidarios.
Sin embargo, que sea difícil, no significa que los católicos conscientes y comprometidos con las causas de los oprimidos y los pobres no deban asumir la responsabilidad de luchar por el cambio dentro de la Iglesia, derrotando a los reaccionarios aliados de los explotadores. No hacerlo sería renunciar a su deber cristiano, al verdadero cristianismo de los que sufren, no el cristianismo de la pompa y el lujo. Renunciar a dar esa lucha, aunque lleve al cisma, es una necesidad de vida o muerte para los católicos progresistas. Y nuestro deber, como socialistas y revolucionarios no católicos, será acompañarles y apoyarles.
Nota de redacción:
Este artículo fue realizado antes de la elección del nuevo Papa Benedicto XVI (Joseph Ratzinger), con lo cual el interrogante del autor, sobre el camino a tomar por la Iglesia de retomar el camino reformista o seguir la senda reaccionaria de Juan Pablo II, ha sido revelada. Se optó por la segunda.
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Director: Emilio J. Corbière
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